San Joaquín y Santa Ana: el legado silencioso que sostiene a la familia

Cada 26 de julio, la Iglesia Católica celebra con profundo amor y veneración la memoria de San Joaquín y Santa Ana, los santos abuelos de Jesús. Esta fecha ha sido abrazada como el Día de los Abuelos, una oportunidad no solo para agradecer su presencia y amor, sino para reconocer su misión espiritual en nuestras familias y comunidades. 

En un mundo marcado por el ruido, la prisa y lo efímero, recordar a Joaquín y Ana es afirmar el valor de lo escondido, lo constante y lo fiel.

San Joaquín y Santa Ana no son personajes centrales en los Evangelios, pero sí esenciales en el misterio de la redención. No fueron testigos públicos del ministerio de Jesús, ni acompañaron a María en el Calvario, ni predicaron el Evangelio. Pero su papel fue decisivo: educaron en la fe a la que sería la Madre del Salvador. Su hogar fue la primera escuela de la Virgen María. En su casa aprendió María a escuchar la Palabra, a esperar en Dios, a servir sin hacer ruido. Fueron, por tanto, los primeros formadores del corazón que acogería al Hijo de Dios.

Aquí reside la belleza de su legado: una santidad tejida en lo cotidiano, construida en el silencio, el trabajo, la fidelidad y la oración. Joaquín y Ana representan a tantos abuelos anónimos que, sin salir de su casa, son columna vertebral de la Iglesia Doméstica. Ellos son la memoria viva de la fe, transmisores de valores, sembradores de esperanza.

¿Quién no recuerda una oración aprendida de su abuela? ¿Un consejo sabio de un abuelo en la cocina, en la finca o en una tarde de domingo? Ellos tienen el don de hablarnos sin imponer, de enseñar sin imponer doctrina, de amarnos sin condiciones. Cuántas veces hemos sido sostenidos por la oración callada de nuestros abuelos, por sus lágrimas ofrecidas en silencio, por su bendición al despedirnos, por su presencia que todo lo abarca.

Lamentablemente, la cultura contemporánea tiende a marginar a los ancianos. Se los ve como carga, como figuras “pasadas de moda”, como personas que ya no aportan. Pero la Iglesia dice todo lo contrario: los abuelos son un tesoro sagrado. El Papa Francisco, gran defensor de la dignidad de la vejez, ha dicho que los abuelos “son la memoria viva del pueblo, los que han transmitido la fe”. Su papel no termina con la crianza de los hijos. Su vocación continúa: ser guardianes de la tradición, defensores de la fe, y puentes vivos entre generaciones.

Desde la comunidad de Iglesia Doméstica hacemos un llamado fuerte y claro: reencontremos a nuestros abuelos. No solo físicamente, sino espiritualmente. Volvamos a beber de su sabiduría, a sentarnos a sus pies, a pedirles que recen con nosotros. Valoremos sus palabras, sus gestos y su historia. Que no se vayan de esta vida sin saber que su fe ha sido luz para la nuestra.

Y si ya han partido al encuentro del Padre, recordémoslos con gratitud. Visitemos sus tumbas con flores, pero sobre todo con oraciones. Sigamos contándoles a nuestros hijos quiénes fueron, qué enseñaron y cómo amaron. Porque cuando un abuelo es recordado con fe, sigue vivo en el alma familiar.

San Joaquín y Santa Ana, intercedan por todos los abuelos del mundo. Por los que están solos, enfermos o no son valorados. Y también por los jóvenes, para que nunca olvidemos de dónde venimos. Que nuestras familias sigan siendo lugares donde los abuelos sean escuchados, abrazados y honrados.

La familia cristiana no puede prescindir de ellos. Porque cuando se corta la raíz, el árbol cae. Que el testimonio silencioso de Joaquín y Ana inspire a todas las familias a volver a lo esencial: la fe que se hereda, el amor que se aprende y la oración que sostiene.

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