“Yo soy el pan vivo bajado del cielo” (Jn 6,51)
En cada hogar cristiano, donde se invoca el nombre del Señor, la familia se convierte en una pequeña iglesia: la Iglesia Doméstica. Y en el centro de esa vida familiar está la Santa Eucaristía, manantial de gracia, unidad y amor.
Aunque el altar está en el templo, la Eucaristía no termina con la Misa. Se prolonga en el hogar, cuando los esposos se perdonan, cuando los padres bendicen a sus hijos, cuando se ora en familia, cuando la mesa compartida se convierte en signo de comunión. En cada uno de esos gestos, el eco del “hagan esto en memoria mía” sigue resonando.
Queridos padres de familia, lleven a sus hijos a la Misa como quien los lleva al encuentro con un Rey que los ama. Enséñenles a arrodillarse, a guardar silencio, a mirar el altar con asombro. No teman si son inquietos; lo importante es que estén ahí, creciendo en la presencia del Señor.
Y durante la semana, no dejen que la Eucaristía sea solo un recuerdo. Pueden rezar juntos antes de dormir, leer el Evangelio del domingo, compartir lo vivido en la Misa. Un hogar eucarístico es un hogar donde Jesús tiene un lugar especial en el corazón de todos.
La Iglesia nace de la Eucaristía. La familia también. Allí se aprende a amar como Cristo ama: con paciencia, con entrega, con ternura. Y es en la comunión con Él donde los esposos renuevan su vocación, los hijos crecen en la fe, y todos encuentran la fuerza para caminar cada día.
La Santa Eucaristía es el alma de la Iglesia Doméstica. Que en nuestras casas Cristo siempre tenga un lugar en la mesa, en la conversación, en el corazón.